Hombre Lobo El Apocalipsis

Coren Ojos de Fuego

viernes, 01 junio 2012 17:44
Con ella en mis brazos, sintiendo los suyos rodeándome la cintura y sus
labios sellando los míos, yo estaba ausente del mundo. Su perfume
definía mi realidad, y yo no era consciente, ni siquiera de lejos, de mi
entorno.

Había olvidado que, en nuestra pasión, nos hallábamos en una zona de
harto dudosa reputación, no digamos ya seguridad. De noche, próximos a
un local en construcción, soportábamos el envite del viento refugiados
en los brazos del otro.

Yo era inocente.

Recuerdo aquellos momentos, los últimos de mi vida de total
despreocupación y entrega sin reservas al futuro. Todo aquello estaba a
punto de acabar, arrastrado por los vientos de la existencia igual que
las rachas de aire helado de aquella noche alzaban los papeles y los
plásticos del suelo del solar.

No hubo más aviso que un espeluznante alarido, que rechinó en la noche.
Surgido aparentemente de la nada, una forma humanoide se destacó contra
la deficiente luz de la farola más próxima. Pero aquello no tenía nada
de humano. Si lo había sido alguna vez, hacía mucho que su humanidad
había sido violada y descuartizada. Al ver su faz, reconozco que grité.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y me dejó clavado en el
sitio.Mis brazos, amorosamente crispados en torno a la cintura de ella,
se crisparon. Mi novia se giró para ver qué ocurría.

Sólo pudo lanzar una alarido de terror antes de que aquello la arrancase
de mi lado. La cosa la retuvo entre sus asquerosos apéndices y la
examinó.

La faz de la monstruosidad era vagamente humana, si bien carecía de
pelo. Su piel, recubierta de una ligera capa de mucosidad, destellaba
espeluznantemente contra la escasa luminosidad de las farolas.\
Sus ojos eran espejos pálidos sin pupilas que rotaban enloquecidos en
sus órbitas. Su boca se abrió en una grotesca sonrisa, al tiempo que
emitía un sonido balbuceante.

Abrió las madíbulas, exhibiendo dos abultados colmillos, que goteaban un
negro icor. Sus brazos, antinaturalmente largos y poderosos, exhibían
doble número de articulaciones de las normales.

Tras escrutar la encantadora cara de mi amor, la monstruosidad retrajo
sus grotescos labios y aulló, acallando el chillido de la muchacha.
Después la abofeteó brutalmente, tirándola al suelo.Yo había estado
paralizado de terror, con mis piernas temblando, hasta que descargó el
primer golpe contra ella.

Entonces algo surgió en mi interior.

Un cosquilleo se deslizó por mis entrañas, y gradualmente se convirtió
en una convulsión que retorció mis abdominales. La sensación se acentuó
con el segundo golpe, ascendiendo por mi diafragma hasta desembocar en
mi pecho. Para la tercera bofetada, la sensación había explotado en mi
corazón, corriendo por mis venas como el fuego, entumeciéndome con la
oleada de energía que me embargó.

Mis ojos destellaron desmayadamente con una luz turquesa, mientras me
encogía y mi corazón tronaba como un tambor de batalla.

Y entonces reconocí la sensación. Era ira, una rabia tal como no había
sentido en mi vida contra nada ni nadie. Era un increíble sentimiento de
violencia que acalló la frustración y engulló el miedo.

Con un súbito resplandor la luz turquesa de mis iris cambió, tornándose
llamas doradas.Irguiéndome, alcé la voz en una alarido de rabia
primaria, y mi cuerpo respondió.

Mis espaldas se ensancharon desmesuradamente. Mis piernas y brazos se
abultaron, y entre terribles convulsiones, triplicaron su grosor,
multiplicando exponencialmente su potencia. Podía notar cómo mi columna,
rechinante, se alargaba para formar una cola batiente. Mis manos y pies
generaron garras, cuchillos de color acerdado de más de quince
centímetros, y me estiré ganando altura hasta alzarme dos metros noventa
centímetros sobre el suelo. Mi cabeza cambió, expandiéndose para forjar
un hocico lupino, entre chasquidos de mis débiles mandíbulas humanas,
que triplicaban su grosor y longitud. Letales colmullos lobunos poblaron
mis fauces. Por último, un espejo pelaje, del color azul de la
medianoche, brillante como el terciopelo y sin alteraciones de tono, me
cubrió.

Con ojos que parecía arder en llamas doradas, miré hacia abajo.

Ella estaba postrada en el suelo, sin que yo pudiese aseverar si estaba
viva o muerta, con el cuello roto.Un hilo de sangre goteó por su
exquisita barbilla. El instante se congeló, alargándose hasta el
infinito. Pude oír cómo su sangre, roja cual rubí, repicó contra el
suelo. Y la monstruosidad gimoteó algo a medio camino entre una risa de
hiena y un gañido atemorizado.

El instante terminó, y el tiempo volvió a fluir. El aullido anterior no
fue nada en comparación con el que ahora se fraguó en mi garganta
lobuna, expresando una absoluta y animal sed de sangre, que precedió a
mi golpe.

Mi zarpa se proyectó hacia su pecho antes de que la bestia pudiese
reaccionar, y mi garra derecha penetró en su torso como si fuera
mantequilla. Sentí cómo su esternón se quebraba ante mi avance y oí el
repulsivo gorgoteo de su sangre cuando le desgarré los pulmones y aferré
su corazón.

Alzándolo por los aires, volví a aullar mi desafío. Apreté el puño y
apenas sentí resistencia al obligar a su corazón a implosionar. La
abominación abrió las fauces, vomitando sangre.De un zarpazo de la garra
izquierda le arranqué la cabeza, y tiré sus restos al suelo.

Antes siquiera de que pudiera moverme la alcantarilla más cercana saltó
por los aires, y tres figuras deformes salieron arrastrándose,
balbuceando y gritando...

La primera impresión que tuve de ellas fue el intenso hedor que
desprendían, de profunda contaminación. Después enfoqué con dificultad
la vista a través de la neblina que me cubría los ojos.

Todas tenían caracterísitcas repulsivas. Mientras que el más alto, de
piel abotargada, exhibía una enhiesta cola semejante a la de un
escorpión y tenazas en vez de manos, el más lento (su especie de
exoesqueleto le frenaba) tenía dos pares de brazos y antenas que le
brotaban de la frente. El último, que se movía encorvado, sobre unas
piernas con rasgos de repitl, debido al peso de las enormes alas que le
nacían de los hombros. Avanzaban escupiendo sonidos infrahumanos, y sus
ojos destellaban rojos, con rastros de una inteligencia corrupta tras
sus frías pupilas.

Mientras examinaba sus cuerpos, surcados por infinidad de llagas que
supuraban un verde icor, la enloquecedora furia cayó sobre mí de nuevo.

Cargué sobre ellos. A unos cinco metros del primero salté hacia el que
parecía un cadáver, con las fauces por delante.

Mi impulso nos envió hacia atrás unos tres metros, convertidos en una
bola rugiente y siseante. La monstruosidad se conducía con velocidad
sobrehumana, y antes de golpear contra el suelo, sus pinzas ya me habían
producido cortes en el abdomen y el hombro izquierdo. Pero mi rabia
consumió el dolor, y cuando enarcó la cola de escorpión con intención de
inyectarme su veneno, de un potente mordisco se la cercené.

Golpeamos contra el suelo, y manteniéndole debajo, le abrí en canal. Con
sus ojos volviéndose vidriosos por instantes, la cosa chasqueó lo que
quedaba de su cola y un sin número de tentáculos surgieron de la herida.
Tentáculos provistos de bocas, cuyos mordiscos enviaron helados ríos de
veneno por mi cuerpo. Aullando de rabia y dolor, intenté liberarme a
zarpazos y mordiscos. Pero eran demasiados, y podía oir a las otras dos
abominaciones acercándose. Me debatí frenético, pero aun así no conseguí
soltarme.

Cuando las bestias se alzaron sobre mí les rugí lo que pensé que sería
mi último desafío a la cara. Alzaron sus manos y les crecieron garras de
perversa curvatura. Se disponían a degollarme cuando una sombra enorme
se les echó encima.

Uno salió volando, decapitado en el acto. El otro se giró, agitando sus
alas de murciélago y chillando como tal, cuando de repente enmudeció.
Diez puntas de garras sobresalían, entre surtidores de sangre, de su
espalda. Las garras se separaron, partiendo con el movimiento a la
abominación en dos. Las mitades se desparramaron en el suelo,
esparciendo un nauseabundo hedor.

El corpulento hombre lobo, más alto y fuerte que yo , alzó su hocico
festejando su victoria con un poderoso y resonante aullido.

Pero yo, en mi ofuscación y totalmente inmerso en mi rabia, interpreté
el aullido como agresión. De dos zarpazos me libré de los tentáculos ya
putrefactos que me constreñían y me abalancé rugiendo sobre mi salvador.

En un borrón de movimiento cegador me encontré en el suelo, con un dolor
agudo en el pómulo derecho y rodeado por sus enormes brazos en un férreo
abrazo que ni toda mi nueva potencia pudo romper. Una voz se insinuó en
mi mente, una voz insistente y suave, que poco a poco calmó mi frenesí.
El fuego de mis iris se fue atenuando, y con él se llevó mi cuerpo de
licántropo. Entre espasmos, surgió mi forma humana de nuevo, y me
desmayé.

Sólo después me enteraría de que mi salvador se llamaba Garras de Búho.
Un Ahroun Caminante Silencioso, que me iniciaría en mi nueva vida, y en
el nuevo mundo que se abría ante mí. El mundo de los Garou.

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